El derrumbe de las acciones y los bonos argentinos refleja el temor en los mercados ante las dificultades que enfrenta el acuerdo con el FMI. Pero todas las opiniones coinciden en que la economía aumentará 10% a lo largo de este año y que el nivel de exportaciones y el superávit comercial es muy significativo. Ello se está alcanzando sin tomar deuda externa, con el único endeudamiento derivado de la expansión monetaria que exige financiar un déficit fiscal que bajó drásticamente este año y se proyecta que siga bajando el próximo.
Emisión
La Argentina se enfrenta al problema de que no dispone -ya desde 2018, por su elevado nivel de deuda externa- de acceso al mercado de capitales internacional y que el mercado local es muy limitado. Esto hace apenas posible superar levemente la renovación de los vencimientos.
Entonces, está condenada a una emisión que hoy la demanda de dinero no es capaz de absorber. La base monetaria crece bien por debajo de la inflación, pero ello es posible por el endeudamiento de corto plazo del Banco Central a través de la colocación de títulos de corto plazo en el sistema financiero. Esa deuda es grande y genera altos intereses.
Crecimiento
Pero la Argentina crece a un ritmo que ya supera la recuperación de la pandemia y el comercio exterior genera un superávit que permite el equilibrio de las cuentas externas. Si bien es cierto que la Argentina tiene pésimos antecedentes y el último programa con el FMI -insostenible desde un principio- fue un rotundo fracaso, ¿tiene sentido que un organismo internacional orientado a restablecer la capacidad de pago de un país exija un programa que afecte un proceso de recuperación cuyos resultados ya se vislumbran? ¿No sería lógico que contribuyera a recuperar la confianza y con ello la demanda de activos argentinos para asegurar la continuidad de un programa que está llevando simultáneamente al crecimiento, el equilibrio externo y la mejora de las cuentas públicas?
Lo que ocurre en los mercados no es un complot. Tampoco es una actitud demencial. Refleja una reacción visceral frente a la heterodoxia que alimentan permanentemente los economistas y asesores que trabajan para él. Esa ortodoxia domina al staff del FMI pese a sus reiterados fracasos.
Recuperación
El plan económico que encabezó Lavagna frenó a la crisis del 2001/2002. También fue condenado por todos los economistas ortodoxos y se afirmó, incluso, que iba a llevar a la caída del gobierno. Al país le llevó arreglar sus cuentas los años que van de 2002 a 2005. Pero recuperó rápidamente su crecimiento económico y su capacidad de pago, reduciendo en los años siguientes significativamente el endeudamiento.
La recuperación ya estaba en marcha antes de la fuerte suba de los precios de la soja. Además, ahora también los precios de nuestras exportaciones son favorables y apuntalan en un elevado superávit comercial.
Confianza
Promover ahora como solución para el país un dramático ajuste sí puede tener efectos catastróficos. Puede provocar una nueva y profunda recesión con la caída de empresas y el desempleo. Afectaría así pronunciadamente la recaudación tributaria. Esto obligaría a continuar bajando el gasto público con nuevas bajas de la recaudación. Se ingresaría en un círculo vicioso: agravar la situación social hasta un nivel insostenible que genere una conflictividad que atente contra la inversión.
Pese a la alta inflación y al derrumbe de los mercados, la economía crece. El papel del FMI debería ser crear las condiciones para restablecer la confianza. No nuevos fondos, pero si generosas facilidades de pago para la cuantiosa deuda heredada por el gobierno que la pandemia nunca hubiera permitido amortizar. Dejar que el actual plan económico continúe generando crecimiento y superávit externo. No provocar un cambio de rumbo que lleve nuevamente a una caída de la actividad económica que afectará más aun a los acreedores del país.
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