La progresiva reapertura de la economía implica que habrá “reconstrucción” y así se pasará de un derrumbe del 30% interanual en marzo a otro “mucho” más leve para ir convergiendo a una recesión en 2020 que será la mayor que vivió el país desde la crisis de 2001/2002. Quizás incluso la supere, transformándose en la más alta de nuestra complicada historia.
La inflación tal vez “sólo” llegué al 45% anual este año. Pero el potencial de arrastre ni bien haya cierta recuperación es muy grande por los aumentos de los dólares no regulados, los reajustes tarifarios pendientes y una gigantesca emisión que será no sólo difícil de reabsorber sino también de frenar.
La situación del sector externo no dará tregua, se avance o no en la reestructuración de la deuda. Argentina no tiene capacidad de pago y tardará mucho tiempo en recuperarla.
A su vez, recuperar la solvencia en la actual situación social no puede hacerse aplicando un ajuste fiscal tradicional, cuyas consecuencias políticas-económicas son imprevisibles.
Pero ello no excluye la austeridad. Quizás podría alcanzar en el actual contexto contar con el apoyo de organismos internacionales de crédito y potencias extranjeras que arriesguen apostando al futuro por ventajas geopolíticas (obviamente, con los necesarios límites).
La consolidación del superávit comercial tampoco debería basarse en las políticas ortodoxas. Debe “volverse”, pero ahora en serio, a la sustitución de importaciones y diversificación de exportaciones. Hay que desterrar la ilusión de armonía y progreso en una nación primario-exportadora. La Argentina, entre el derrumbe y la reconstrucción.
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